Pintura Franciscana en la Amazonía de Perú y Ecuador

Verónica Muñoz-Nájar. Ph.D. UC Berkeley. Curatorial Fellow of the Arts of the Spanish Americas, Thoma Foundation.

Hacia 1770 el virrey Manuel Amat i Junyent (gov. 1761-1776) encargó al retratista más famoso de Lima, Cristóbal Lozano, la realización de la única serie de pinturas de castas que se ha producido en suelo peruano. Ésta fue elaborada para el Real Gabinete de Historia Natural de Carlos III y pretendía dilucidar el linaje racial del virreinato del Perú mediante el retrato de familias interraciales. Curiosamente, el primer cuadro de la serie Yndios Infieles de Montaña y Misionero (Fig. 1), destaca sobre los otros quince, porque retrata al jefe del clan amazónico y a su vástago, al que sostiene amorosamente una figura femenina.                

Fig. 1. Cristóbal Lozano, Yndios Infieles de Montaña. Ydem Misionero, ca. 1770, Lima. Óleo sobre lienzo, 100 x 125 cm. Museo Nacional de Antropología, Madrid. Recuperado de: Núria Sala i Vila, Ilustrados y franciscanos. La iconografía de los indios amazónicos en el Perú del siglo XVIII (Girona: Papers de l’IRH, 2021): 20.

En la época virreinal, el término “montaña” designaba al territorio que abarcaba desde las laderas de la cordillera de los Andes hasta la alta selva tropical de las llanuras amazónicas. El término de “infieles” era sinónimo de los indígenas amazónicos que no habían adoptado el cristianismo mediante el bautismo, ya que los misioneros consideraban que el sacramento y la asignación de un nombre español eran suficientes para denominar a un indígena como cristiano en los padrones de las misiones. Falta una figura a la derecha del jefe indígena,[1] pero la inscripción “Misionero” en la parte superior del lienzo y la representación de una cruz en la parte derecha, revelan que esta cuarta figura era un catequista que trabajaba en la Amazonía, concretamente, un fraile franciscano, de aquella orden que administraba la región en nombre de la Corona desde la década de 1630. De hecho, el estereotipo del “buen salvaje” no concordaba con los textos contemporáneos que narran las dificultades que tuvieron los frailes para incorporar a las naciones amazónicas a sus misiones durante el siglo XVIII. Sin embargo, al tratarse de un encargo real, el retrato del “infiel” y el doctrinario satisfació las necesidades de las autoridades españolas. Teniendo en cuenta el destino transatlántico del cuadro y el proyecto civilizador de los Borbones, no es extraño que Lozano decidiera representar al fraile y al indígena en armonía, a pesar de su compleja convivencia.

Una fotografía del cuadro tomada antes de que éste fuera dañado, revela que se trata de una de las imágenes más sentimentales elaboradas en el Perú virreinal. El cabeza de familia aparece abrazando a su esposa mientras ésta amamanta a su hijo, al que lleva en un brazo envuelto en una hoja y mira con ternura. El afecto mostrado por la familia se ve contrarrestado por la expresión seria del fraile franciscano, que parece mirar directamente al espectador mientras bendice con su mano derecha la unión de la pareja. El padre mira atentamente al misionero y sostiene con firmeza un arco que, junto con las flechas, revela al espectador la ferocidad y las cualidades aguerridas que los franciscanos atribuían a la comunidad amazónica. A la derecha del lienzo, una cruz de madera representa el atributo real de Carlos III, sugiriendo que, aunque la familia es infiel, está en proceso de incorporación al cristianismo, tal como exigían las leyes españolas de su tiempo. La pintura evoca una calma que se ve reforzada por la simetría utilizada para retratar al matrimonio y al fraile como pares iguales, lo que el historiador Kenneth Mills ha denominado “creación conjunta” o el proceso que involucró tanto a “indios” como a españoles en la creación y consolidación de las devociones locales en América.[2]

Las figuras ocupan casi la totalidad del lienzo, mientras que un paisaje de nubes y siluetas de árboles y arbustos se extienden de telón de fondo. La familia puede identificarse como parte de la comunidad shipibo por las vestimentas que portan y ostentan. Los shipibos fueron una de las muchas comunidades que cayeron bajo el protectorado de los franciscanos. Como se describe en los relatos de los misioneros, las mujeres shipibo vestían cushmas, túnicas de color que cosían dejando tres huecos para la cabeza y los brazos, y se adornaban con collares de cuentas de vidrio y semillas rojas de huayruro. La cushma de los hombres shipibos se caracteriza por ser color tierra y con motivos geométricos dispuestos en líneas verticales. Además, la figura paterna está coronada con un tocado de plumas multicolores que demuestra su papel de líder de la comunidad shipiba. En marcado contraste, el fraile franciscano viste un hábito marrón compuesto por una túnica y un cordón anudado que se ajusta a la cintura. Los tres nudos del cordón representan los votos franciscanos de pobreza, castidad y obediencia.

En Madrid, la exhibición de Yndios de Montaña en el gabinete de curiosidades de Carlos III probablemente habría sido valorada por su capacidad de reproducir una realidad ficticia que reflejaba el poder del proyecto misionero en el Amazonas.[3] En Europa, las imágenes tenían el poder de convertir lo desconocido en familiar.[4] Se considera a esta familiaridad como un sentimiento imperial europeo de propiedad sobre las lejanas partes del mundo, que estaban siendo exploradas y colonizadas. Las imágenes, como la de la pareja de shipibos, habrían sido un instrumento para ayudar a la Monarquía a visualizar su control sobre todo el Imperio español—y la alteridad de los habitantes cuya cultura era anterior a la llegada de los conquistadores. Es decir, tales imágenes sirvieron como agente esencial en la elaboración de lo que Mary Louise Pratt ha descrito como el “sujeto doméstico del imperio”.[5]

La llegada de la Casa de Borbón en 1700 desencadenó campañas para reestructurar el atrofiado imperio español y su decadente sistema político. Los nuevos ministros borbónicos abrazaron la retórica de la Ilustración y debatieron los métodos de gobierno de los Habsburgo y su ineficaz aparato. Con la vista puesta en la administración de Francia—la sede inicial de la dinastía y la potencia más influyente del siglo—, los pensadores políticos borbónicos comenzaron a defender el regalismo y la creencia de que todo el poder político debía centralizarse en la institución de la Monarquía.  Si, durante el siglo XVII, las fronteras imperiales importaban poco a la empresa española, durante la siguiente centuria, éstas fueron críticas, sobre todo cuando otros reinos europeos comenzaron a desplegar su poder en el mundo atlántico. En el Virreinato del Perú, la expansión española hacia el interior del Amazonas, obedeció al interés de los Borbones por crear una barrera de seguridad contra la intrusión de los portugueses desde el este de los Andes. Además, esta expansión era esencial para el proyecto colonial borbónico, ya que implicaba la incorporación de varias nuevas comunidades locales a la fe católica. A esto se sumó la fundación de nuevos mercados creados por la adición de estos territorios que prometían impulsar la economía en tiempos de crisis y carestía. La actividad misionera estaba, por tanto, bien alineada con los intereses de la Corona, ya que además de su objetivo de convertir a la población nativa al cristianismo, los franciscanos buscaban el reconocimiento territorial de la frontera oriental y el descubrimiento de rutas apropiadas para penetrar en la llamada montaña.

Fig. 3. Artista no identificado, Muerte del fraile Francisco Frances en el Río Pozuzo a manos de los Conibos, ca.1768, Valle del Mantaro. Óleo sobre lienzo, 160 x 121.8 cm. Convento de Santa Rosa de Ocopa, Junín. Fotografía de Verónica Muñoz-Nájar.
Fig. 4. Artista no identificado, Ataque al Prior Joseph Miguel Salcedo y al Gobernador Militar Antonio Thomati, ca.1768, Valle del Mantaro. Óleo sobre lienzo, 181.3 x 125 cm. Convento de Santa Rosa de Ocopa, Junín. Fotografía de Verónica Muñoz-Nájar.
Fig. 5. Artista no identificado, Shipibos atacan la misión de Santa Barbara, ca.1768, Valle del Mantaro. Óleo sobre lienzo, 183 x 125,8 cm. Convento de Santa Rosa de Ocopa, Junín. Fotografía de Verónica Muñoz-Nájar.
Fig. 6. Artista no identificado, Viaje por el Río Ucayali de los frailes Gil, San Joseph y Arrieta, ca.1768, Valle del Mantaro. Óleo sobre lienzo, 185,4 x 124 cm. Convento de Santa Rosa de Ocopa, Junín. Fotografía de Verónica Muñoz-Nájar.

El objetivo de mi proyecto para el seminario Conectar la frontera amazónica: fluidez artística en la modernidad temprana, es analizar la poco estudiada serie de cinco óleos monumentales comúnmente conocida como “Los martirios de Ocopa” (Figs. 2-6). Realizada hacia 1770 en el Valle del Mantaro, puerta de entrada a las misiones franciscanas de la Amazonia peruana, la serie narra las vicisitudes vividas por los misioneros en su intento de retener las conversiones perdidas a causa de las rebeliones de Juan Santos Atahualpa y Runcato (1742-1768). Durante el siglo XVIII, la situación en la Amazonia no era el proverbial lecho de rosas, que se ve en el entrañable retrato de la pintura de castas de Amat, ya que las revueltas en la Amazonía provocaron el colapso de las misiones franciscanas y la masacre de sus frailes. Durante el siglo XVIII, la violencia de los habitantes de la Amazonía ante la orden seráfica no solo se vivió en el Perú, sino también en Ecuador, como demuestra el cuadro Martirio de un franciscano (Fig. 7). Preservada en el convento franciscano de Quito, la pintura representa el martirio del padre fray Juan Benítez el 18 de enero de 1695, como señala su leyenda. Benítez aparece rezando sosteniendo un crucifijo en la mano izquierda y se entrega tranquilamente a la muerte mientras un indígena le clava una lanza en el pecho. Como ha señalado Carmen Fernández-Salvador, tanto este lienzo, como los ejecutados en el Valle del Mantaro, trazan una geografía moral a través del martirio ya que contraponen la vida política propia de las misiones y la “barbarie” de la Amazonía.[6] En el caso de la pintura de Quito, la historia se desenvuelve ante un exuberante paisaje selvático donde se observa el río Putumayo en primer plano, y es un retrato de la indómita naturaleza amazónica, donde no tiene cabida una adecuada evangelización de los indígenas. La paleta y tonos oscuros de la pintura añaden dramatismo a la imagen de violencia.

Fig. 7 Artista no identificado, Martirio de un franciscano, ca. 1700, Quito. Óleo sobre lienzo, 220 x 416 cm. Museo Fray Pedro Gocial, Convento de San Francisco, Quito. Recuperado de: Suzanne Stratton-Pruitt, ed. The Art of Painting in Colonial Quito (Filadelfia: Saint Joseph’s University Press, 2012): 49.

Durante el seminario Conectar la frontera amazónica, pude vislumbrar que, tanto en Ocopa como en Quito, los misioneros franciscanos hicieron público el fracaso absoluto de su labor apostólica en sus conventos, exhibiendo con orgullo las series del martirio por dos razones. En primer lugar, las pinturas de los mártires eran un ejemplo de virtud para los novicios en formación, que entendían el martirio como paradigma del cristianismo. A través de la cruda iconografía de los lienzos, se les recordaba que su propio ministerio en el Amazonas podía desembocar en el sacrificio final y su muerte de maneras irremediables. En segundo lugar, los franciscanos concebían la pérdida de las misiones de montaña y la desaparición de los frailes mártires como un doloroso “tránsito hacia la gloria eterna.” En este sentido, la serie del martirio fue una herramienta proselitista que sirvió para demostrar a las autoridades virreinales y religiosas que el ministerio franciscano en el interior de la selva podía ser reconocido como una segunda Edad de Oro de la evangelización; es decir, que su labor en la Amazonía podía equipararse a la tan celebrada conquista espiritual del siglo XVI. Además, al examinar estas obras en diálogo con las crónicas franciscanas y los informes de la Corona que narran la vida en las misiones, sostengo que en las pinturas de mártires franciscanos confluía un argumento político y religioso, ya que articulan la importancia del martirio como mecanismo para justificar la expansión del imperialismo borbónico a través de la posesión territorial y la conquista espiritual. Por último, sitúo el proyecto a caballo entre las ambiciones de la Orden Mendicante en la Amazonía y los efectos más amplios de las reformas borbónicas. Al hacerlo, demuestro que la singular cultura visual producida en la Amazonia oriental fue parte integral de la pintura del Virreinato del Perú y de su papel dentro del proyecto colonial español.


[1] Desgraciadamente, el 65% de la capa pictórica más externa se ha perdido debido a filtraciones de agua, pérdida de pintura y la aplicación errónea de barniz en una restauración anterior (Comunicación personal con Inmaculada Ruiz, conservadora del Museo Nacional de Antropología de Madrid).

[2] Kenneth Mills, “Religious Imagination in the Viceroyalty of Peru,” en The Virgin, Saints, and Angels. South American Paintings 1600-1825, ed. Suzanne Stratton-Pruitt (Stanford: Iris & B. Gerald Cantor Center for Visual Arts at Stanford University, 2006): 35-37.

[3] Dana Leibsohn, “Introduction: Geographies of Sight,” Seeing Across Culture in the Early Modern World, ed. Dana Leibsohn and Jeanette Favrot Peterson(Surrey: Ashgate, 2012): 8.

[4] Ibid.

[5] Mary L. Pratt, Imperial Eyes: Travel Writing and Transculturation (London: Routledge, 2008): 4.

[6] Carmen Fernández-Salvador, Encuentros y desencuentros con la frontera imperial: La iglesia de la Compañía de Jesús de Quito y la mission en el Amazonas (siglo XVIII) (Frankfurt y Madrid: Iberoamericana Editorial Vervuert, 2017): 149.

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